domingo, 15 de noviembre de 2009

Blancanieves

Érase una vez una joven tan, tan bella que bien podría haber sido una mezcla entre Sienna Miller y Gisele Bundchen (la versión morena, claro) pero que además poseía el estilazo de Sarah Jessica Parker y la elegancia de Audrey Hepburn. Por si fuera poco, encima de beneficiarse de esa lotería genética resulta que la chica era un encanto. No tenía malicia ninguna y era amable, generosa y siempre -siempre- estaba de buen humor.
Un día su madrastra, la reina, ordenó a un soldado que la llevara al bosque y la matara pues no podía soportar los celos que sentía hacia ella. El soldado no pudo resistirse a los encantos de la muchacha, de modo que se apiadó y en lugar de acabar con su vida se limitó a abandonarla en el bosque.
Mientras Blancanieves (Blanca para las amigas) deambulaba por el monte sin saber muy bien qué hacer, se encontró con un grupo de siete obreros que trabajaban en una mina cercana. Los chicos se sorprendieron al encontrarla ahí sola y cuando ella les contó su historia se ofrecieron a alojarla en la casa que compartían, hasta que tuviera algún plan o encontrase un trabajo.
Pasaron los días y Blanca fue cogiendo confianza con ellos hasta tal punto que ya les llamaba por sus motes y se sentía feliz por haber encontrado unos amigos tan buenos.

En primer lugar estaba el Sabio, también apodado “Alfonso X” por el resto cuando querían picarlo. Pecaba un poco de listillo ya que fuese cual fuese el tema de conversación él era siempre el que más conocimientos tenía. Y cuando no era así los inventaba. El caso era quedar siempre por encima del resto. El Sabio fue el primero que intentó conquistar a Blanca pero ella no se sentía atraida por él. Así que se lo hizo saber y lejos de sentarle mal, como era una tía divertida y genuina pensó que valía la pena conservarla como amiga. Y así fue.

También estaba Gruñón. Era primo hermano del pitufo y debía venir de familia porque también era un poco cascarrabias. Pero salvo eso, era un buen chico. Gruñón también se sintió atraído por Blanca e inició su particular cortejo, (hasta dejó de renegar durante ese período) pero sentía que ella le respondía con evasivas así que pasado un tiempo abandonó la idea.

Feliz era otro de los chicos. Le llamaban así por su afición al cannabis. En cuanto salía de la mina y llegaba a casa lo primero que hacía era liarse un peta y se pasaba el resto de la tarde riendo por cualquier tontería. Blanca se lo pasaba muy bien con él. Y él con ella, claro. De hecho durante alguno de sus globos sintió que de verdad la quería y que tendría que hacer algo al respecto, pero al final entre que se le olvidaba o le daba pereza nunca llegó a lanzarse.

Uno por el que ella sentía especial cariño era Mudito. El origen de su alias era debido a que el chaval era un poco tartaja y como se sentía acomplejado, no hablaba mucho. Era el más majo de los siete y además muy cariñoso. Mudito también sintió el flechazo por Blanca y como no se atrevía a decírselo de palabra, acabó por escribirle una carta pero por un motivo u otro nunca encontraba el momento adecuado para dársela. Así que fueron pasando los días hasta que la cosa quedó en nada.

Luego estaba Dormilón. Recibió ese nombre porque era buena gente y lo consideraban su amigo pero evidentemente le quedaba corto. Dormilón era más perro que Niebla. En el curro no daba un palo al agua y también se escaqueaba de los quehaceres domésticos todo lo que podía. Una noche decidió lanzarse y le propuso a Blanca que comenzaran una relación de pareja. Ella no supo qué decir y cuándo el otro vio su cara de póker se excusó por haber sido tan atrevido. De todas formas nunca habría funcionado porque él era un vago y por el contrario Blanca era más bien hiperactiva. Así que se levantó, le dio un beso de buenas noches y se fue a la cama.

Uno de ellos, por raro que pareciese, no tenía ningún sobrenombre. Hasta que Blanca llegó al grupo y fue ella misma quien lo bautizó. Como era el más joven de todos, tenía recién cumplidos los dieciséis, le llamó Mocoso. A priori puede que suene algo despectivo, pero como fue ella la promotora de la idea y el chico la idolatraba sobremanera aceptó gustoso su nuevo seudónimo.

Y por último estaba Tímido. Era un sevillano que ni había conocido la vergüenza, ni sabía de qué color era. Tímido era el descojone del grupo, se le ocurría una detrás de otra y pasar una tarde con él era sinónimo de acabar con agujetas en los abdominales de tanto reír. Por eso, el chico pensó que tenía alguna oportunidad con Blanca (¿qué hay mejor para seducir, que hacer reír a una mujer?) hasta el día en que ella le dijo que lo quería como si fuera su propio hermano. Fin del posible affaire.

Pasaron los meses y los ocho seguían con su convivencia en perfecta armonía, hasta que un día la madrastra le preguntó al espejito mágico y descubrió que Blancanieves seguía con vida. Envenenó la manzana, se disfrazó de abuelita y salió al bosque a buscarla. Todos conocemos la historia, así que ya sabemos como sigue. Muerde la manzana, cae en coma profundo y los obreros quedan destrozados porque ella no despierta.

Bajo prescripción médica, decidieron ponerla en una cámara de hipoxia como la de Raúl (eran un poco merengones los obreros) aunque para ello hubieran de pedir créditos a unos tipos de interés desorbitados, rehipotecar sus viviendas de protección oficial y renunciar a las vacaciones de los próximos diez años. Todo por Blanca. Nunca habían conocido a nadie como ella y si existía alguna esperanza de que mejorara, harían todo lo que estuviera en su mano (o en sus bolsillos) para que así fuese. Ni se les pasó por la cabeza el más ínfimo atisbo de duda en ningún momento.

Fueron pasando los meses, los años incluso y no hubo ninguna mejoría.
El trabajo en la cantera fue a menos y cada vez eran más insistentes los rumores de una posible reestructuración de empleo para paliar la crisis. Si eso sucedía, cada uno de ellos sería destinado a diferentes excavaciones en cualquier parte del país y tendrían que decidir qué hacer con el cuerpo de Blancanieves. Se abrió el debate entre ellos: eutanasia sí, eutanasia no… No sabían que hacer ni durante cuánto tiempo más podrían sostener esta situación.

Un buen día, mientras el príncipe azul (que era pariente lejano del primo pitufo del obrero gruñón) paseaba por el bosque descubrió la cámara que mantenía a Blanca con vida. Impulsado por la curiosidad, se apeó de su caballo y se acercó, quedando instantáneamente cautivado por la belleza de la muchacha.
Durante los años de formación real, le explicaron cómo debería actuar si alguna vez se encontraba ante una situación como aquella. Así que sin dudarlo, presionó el botón de apertura automática de la puerta y acercó sus labios a los de ella fundiéndose en un beso tierno que la hizo despertar de su letargo.
Cuando Blanca abrió los ojos examinó curiosa a su príncipe. Era calcado a Andrés Velencoso, tenía unos brazos como los de Nadal, unas manos perfectamente cuidadas (manicura recién hecha, sí) y un tono de voz grave, masculino y muy muy sexy. Para más inri, vestía de Louis Vuitton.
A medida que lo fue conociendo descubrió que además era ingenioso, así que por primera vez en la vida Blanca sintió que se había enamorado. Nada menos que de ¡un príncipe! que es incluso mejor que un dentista.

Durante la primera semana, apenas si salieron de la alcoba real. El sexo era increíble y ella jamás había experimentado unos orgasmos tan intensos.
Días después Blanca volvió a visitar a sus compañeros que se mostraron algo recelosos ante el príncipe. Le estaban agradecidos por haberla despertado, pero aún así hablaron con ella y la advirtieron que no se dejara cautivar tan fácilmente por esa apariencia, que olía a gato encerrado y que los niños ricos y encima guapos como él lo habían tenido todo tan fácil en la vida, que no sabían valorar las cosas ni a las personas en su justa medida. Ni siquiera a alguien como ella.

Blanca pensó que estaban algo celosos y que, en parte, era normal su preocupación. Aún así no podía dejar de imaginar su futuro junto a él. ¡Irían a las Seychelles, Barbados y a Bali! Tendría un niño que se parecería a él y una niña que sería su réplica en miniatura, redecoraría el palacio real y se apuntaría a clases de yoga. ¡Se sentía tan feliz!
Esa tarde el príncipe fue a visitarla a su casita del bosque. Ya llevaban casi un mes de relación y Blanca se pasó toda la tarde cocinando para cuando él llegara. Cuando al fin se presentó, una hora y media más tarde de lo que habían quedado, ella estaba tan contenta de verle que no pudo ni regañarle. Él le contó que se había entretenido en la taberna con los amigos porque daban un partido de liga y al final había habido prórroga, pero al ver que la muchacha no le pedía más explicaciones no se alargó mucho más en su excusa. Ni siquiera sintió la necesidad de murmurar una disculpa, de modo que no lo hizo. Cenaron, se fueron a la cama y tras hacer el amor apasionadamente Blanca envalentonada por el vino de la cena y embriagada a su vez por la adoración que sentía hacia él, pronunció las palabras mágicas: Te quiero.

El príncipe sintió como un escalofrío recorrió su cuerpo y contestó con un educado “gracias”. Ella pensó que tal vez fuera pronto para él, pues ya se sabe que los hombres son más reticentes a mostrar sus sentimientos. Aun así no le dio mayor importancia y se durmió.
Cuando el príncipe se percató de que Blanca por fin estaba dormida, se levantó sigilosamente de la cama y sin hacer ruido se vistió, montó a lomos de su caballo y partió al trote hacia el castillo.
Por el camino recordó que recientemente se había instalado en la corte una viuda con sus dos hijas y una hijastra. Cenicienta, creía haber oído que la llamaban, no estaba seguro. De lo que no tenía la menor duda es que la chica en cuestión tenía un buen par de peras. Tal vez mañana se hiciese el encontradizo con ella.

viernes, 13 de noviembre de 2009

CÁNCER


Se levanta de la cama decidida a pasar página. Sabe que a primera hora de la mañana es cuando piensa con más claridad. A medida que avanza el día la sensiblería se apodera de su mente de tal forma que a última hora de la noche es la nostalgia quien manda sobre el juicio. Así noche tras noche, desde que él la dejó.

Mientras está sentada en el inodoro repara en el vaso de los cepillos de dientes. Coge el de él y lo lanza a la basura.

Vuelve al dormitorio y deshace la cama arrojando al suelo con indignación las sábanas. Durante las tres últimas semanas se ha refugiado en ellas, inspirando su olor. Aferrándose, como si eso fuera a devolverlo de nuevo a su cama.

No hay más ropa sucia en el cesto, así que a pesar de sus convicciones ecologistas, pone una lavadora.

Cuando la cafetera hierve abre la puerta de la nevera y saca un brik de leche. Lo observa, reparando en que es entera. Recuerda que dejó de comprar desnatada porque en una ocasión él comentó que aquello era “aguachirri”. Vacía el bote en el fregadero y decide tomarlo solo.

Es consciente de que aún está lejos de olvidarle, apenas ha pasado la fase de desconcierto y está entrando en la de rabia. Si fuera creyente rezaría para que llegara pronto la resignación porque sabe que junto a ella llega el olvido. Pero no lo es.

Del mismo modo que aunque no sea devota, está convencida de que Dios, en el supuesto que existiese, la está poniendo a prueba. No hay otra explicación.

Es la historia de su vida que se repite una y otra vez. Siempre acaba dando con tipos alérgicos al compromiso. O que han salido recientemente de una tortuosa y larga relación. O están emocionalmente capados. O una combinación de todas las anteriores. Sea como sea, lo cierto es que ella nunca se siente en posición de reclamar porque, claro, ya se lo habían avisado desde un principio.

En cualquier caso, ha decidido que a lo largo de la mañana irá al súper a comprar leche desnatada. Hoy dejará el móvil apagado y metido en un cajón para no andar consultando cada quince minutos si tiene alguna llamada perdida y cuando llegue la noche se acostará en el medio de la cama, respirando el olor del suavizante en sus sábanas limpias.
Y se siente mejor por eso, inconsciente de que esa misma noche mientras duerma, un nuevo trozo de costra dura crecerá en su interior, recubriendo parte de su corazón.


miércoles, 11 de noviembre de 2009

LA SUMISIÓN


La mujer que ahora está tomando un helado de vainilla en la primera mesa de este café lo ha tenido siempre muy claro. Busca (y buscará hasta que lo encuentre) lo que ella llama un hombre de verdad, que esté por la labor, que no pierda el tiempo con detalles galantes, en gentilezas inútiles. Quiere un hombre que no preste atención a lo que ella pueda contarle, pongamos, en la mesa, mientras comen. No soporta a los hombres que intentan hacerse los comprensivos y, con cara de angelitos, le dicen que quieren compartir los problemas de ella. Quiere un hombre que no se preocupe por los sentimientos que ella pueda tener. Desde púber huyó de los pipiolos que se pasan el día hablándole de amor. ¡De amor! Quiere un hombre que nunca hable de amor, que no le diga nunca que la quiere. Le resulta ridículo, un hombre con los ojos enamorados y diciéndole: "Te quiero." Ya se lo dirá ella (y se lo dirá a menudo, porque lo querrá de veras), y cuando se lo haya dicho recibirá complacida la mirada de compasión que él le dirigirá. Ésa es la clase de hombre que quiere. Un hombre que en la cama la use como le apetezca, sin preocuparse por lo que le apetezca a ella, porque el placer de ella será el que él obtenga. Nada la saca más de quicio que uno de esos hombres que, en un momento u otro de la cópula, se interesan por si ha llegado o no al orgasmo. Eso sí: tiene que ser un hombre inteligente, que tenga éxito y con una vida propia e intensa. Que no esté pendiente de ella. Que viaje, y que (no hace falta que lo haga muy a escondidas) tenga otras mujeres además de ella. A ella no le importa, porque ese hombre sabrá que, con un simple silbido, siempre la tendrá a sus pies para lo que quiera mandar. Porque quiere que la mande. Quiere un hombre que la meta en cintura, que la domine. Que (cuando le dé la gana) la manosee sin miramientos delante de todo el mundo. Y que, si por esas cosas de la vida ella tiene un acceso de pudor, le estampe una bofetada sin pensar si los están mirando o no. Quiere también que le pegue en casa, en parte porque le gusta (disfruta como una loca cuand le pegan) y en parte porque está convencida de que con toda esta oferta no podrá prescindir jamás de ella.
QUIM MONZÓ.

jueves, 28 de mayo de 2009

La ruptura

Se acabó. He intentado que esta historia funcione pero ya no puedo más. Me rindo. Dimito. Lo dejo. Paso. Renuncio.
No lo entiendo. De verdad que por más vueltas que le he dado no alcanzo a comprender... ¿Tanto ha cambiado la cosa en apenas un par de meses?
Recuerdo a mediados de verano, cuando venía a buscarme a la salida del trabajo y nos íbamos toda la noche a pasarlo bien. Los dos. Sin necesidad de nadie más.
Por entonces, claro, era mi amigo. Mi mejor amigo. Y yo la suya. Podíamos pasar horas filosofando y arreglando el mundo. O bien podíamos estar toda la tarde juntos sin decir palabra y no por eso estar incómodos. Al contrario, el hecho de no tener que hablar por hablar, de rellenar el tiempo con conversaciones insustanciales nos unía incluso más.
Podía leer su pensamiento y él el mío. Daría lo que fuera por poder saber que es lo que pasa ahora por su mente.
Solíamos bromear al presentarnos a la gente diciendo “te presento al padre/la madre de mis hijos”. ¿Hace cuánto que no lo decimos? Ahora esa idea le produce vértigo.
Pues hasta aquí hemos llegado. ¿Qué se habrá creído? ¡Si fue él quien empezó con todo esto!
Algunos chicos dicen que cuando una mujer te cataloga como amigo no hay nada que hacer, que por eso es mejor lanzarse a por la conquista antes de que se intime demasiado y se agote la posibilidad de seducirla.
¡Dios! ¿Eso he sido para él? Un trofeo, una presa, un triunfo... ¡Será capullo!
Al menos podría haber tenido la delicadeza de buscarse otra víctima. Nos conocemos hace cuánto... ¿diez años? Hemos ido juntos de vacaciones con nuestros respectivos novios, hemos superado las rupturas, ¡si incluso le aconsejaba para que se ligara a aquella estirada que le gustaba! ¿Por qué fue a por mí?
Ni siquiera sé cómo empezó todo. Por qué cambió mi forma de verle.
Si recapitulo me viene a la mente una tarde, durante las fiestas de su pueblo, estábamos en casa de sus padres jugando con su sobrina y sin venir a cuento me miró y dijo: “Habrá que ir pensando en comprarse un juguete de estos, ¿no?” Tal vez ese fue el momento. Puede que en ese instante mi reloj biológico arrancara y bloqueara por completo al sentido común.
No te culpes. No te culpes. No te culpes.
¿A qué descerebrado se le puede ocurrir soltar ese tipo de comentario a una treintañera soltera?
Doce días sin tener noticias suyas. Doce. Yo desde luego no le pienso llamar. ¡Estaría bueno! Se tendría que dar con un canto en los dientes por estar con una chica como yo. En una escala del uno al diez yo debo de andar por... pongamos un siete, ¿y él? A lo sumo un cuatro raspado. El muy idiota.
Eso si, mi decisión está tomada. No hay vuelta atrás. Ya puede venir arrastrándose y suplicando que está sentenciado. Y yo cuando me decido, me decido. No pienso retroceder ahora.
Bueno, tendré que quedar con él algún día para recuperar los CD’s que le dejé. La tarde en que se los presté fue la primera vez que nos besamos. Subí a su oficina y en ese momento sonó en la radio la canción del verano, que, a pesar de lo hortera que suena, ha sido nuestra canción. No sé si fui yo o fue cosa suya; estaba enfrente de mi, seguramente a menos distancia de la necesaria... y pasó.
Después de aquello estuve una semana sin querer verle. Tenía que asegurarme que no volvería a pasar, que no intentaría nada otra vez porque él era sólo mi amigo. ¡Y aprovechó a que de nuevo bajara la guardia para volver a asaltarme! El muy imbécil.
Para que luego digan que las mujeres somos complicadas. Lo que hay que oír.
Me gustaría poder hablar con algún chico para entender la posición masculina en este asunto. Alguien que me hiciera entender. Y no puedo porque él es mi mejor amigo. O al menos lo era. Da igual, haré nuevos amigos, los compraré si hace falta. Y serán todos gays.
La única salida digna es ser yo la que le dé puerta. Aunque es evidente que ha sido él quien ha pasado de mi. A quien quiero engañar...
Dignidad. No está todo perdido. Volverá al darse cuenta de lo que ha desaprovechado y entonces le daré con la puerta en las narices. Se va a enterar.
¡Ya está! Tengo un plan. Me voy a poner tan guapa que va a alucinar cuando me vea: me haré mechas, iré a tomar rayos UVA, haré dieta... Oh, oh, no será eso, ¿no? ¿Es porque he engordado? Supongo que al menos un par o tres de kilos y, claro, en invierno con jersey de cuello alto se pueden disimular pero ahora que me ha visto desnuda... ¡Es eso! Soy una tocina... cómo le voy a gustar así.
Pero bueno, ¿que estoy pensando? ¡Sere boba! Si lo único que le gusta de mi es mi culo ya le pueden ir dando viento. Además si es mi amigo y me conoce de siempre, le debo de gustar por mi forma de ser, mi carácter, mi sentido del humor... digo yo que tiene que haber algo más. Aunque claro, no deja de ser un tío.
Decretado: sea por la razón que sea ya no quiere estar conmigo, así que no merece que esté dándole más tiempo vueltas a la cabeza. Hasta aquí la agonía. Punto y final.
De hecho esperaré a que sea él quien me llame y ni siquiera le voy a contestar al teléfono. Por lo menos hasta que me haya llamado un par de veces. O tres.
Espera que algo suena... mi móvil. ¡Es él!
¡Aja! Ahí estás. Justo lo que quería.
Un tono. Dos tonos. Tres to...

- ¿David? ¡Ah! Hola ¿que tal? Pues no, no estoy haciendo nada, aquí viendo la tele...

viernes, 24 de abril de 2009

Silvia

Cualquiera que la haya visto correr por la cuesta que lleva hacia su casa habrá pensado que tanto apremio es por llegar tarde a algún evento con hora de inicio prevista. Nada más lejos de la realidad.
Abre el portal jadeando por el esfuerzo y sube las escaleras en cuatro zancadas. Entra en la casa y grita:

-¿Hay alguien?

No hay respuesta. Tira el bolso al suelo y lanza la carpeta encima de la mesa de la cocina. Mientras se desabrocha el abrigo echa una ojeada al reloj de pared; las siete y cuarenta y dos de la tarde. Abre la puerta de la nevera y saca la bandeja de los fiambres. Coge un trozo de queso y un tupperware con los restos de macarrones de la comida de ayer. Saca de la panera una barra de pan y arranca un trozo. Vuelve a mirar el reloj. Abre el cajón de los cubiertos, coge un tenedor y pincha de una vez tanta pasta como cabe. Se la mete en la boca y acaba de quitarse el abrigo que también deja caer al suelo. Corta con la mano un trozo de salchichón y antes de engullir los macarrones se lo mete en la boca. Mientras mastica se dirige al armario de los dulces. Coge el chocolate, las galletas y un bote con cereales. Se mete una galleta entera en la boca y acto seguido un pellizco de pan. Corta un trozo de queso y rebusca en el congelador. Al acabar de tragar se gira de nuevo en busca de los macarrones y esta vez con las manos, se mete un puñado en la boca. Sigue indagando hasta encontrar una tarrina grande de helado. Cierra con el pié la puerta. Saca una cuchara del cajón e intenta comerlo, pero aún está demasiado congelado y cuesta sacar una buena cucharada. Deja el helado abierto en la encimera de mármol y se mete de una vez un puñado de cereales. Se gira de nuevo a consultar la hora. Han pasado tres minutos. Continúa atiborrándose, devorando todo lo que está a su alcance y engullendo los alimentos a tanta velocidad como le es posible. Ahora ya no aparta la vista de las manecillas del reloj. Cuando las agujas marcan las siete y cuarenta y siete, traga lo que tiene en la boca y de una brazada aparta toda la comida arrinconándola a un lado. Han finalizado los cinco minutos que se había concedido.
Abandona la cocina y sube a la planta de los dormitorios, ahora ya sin prisa alguna. Prácticamente arrastrándose.
Entra en el baño, echa el pestillo y pone la báscula, que reposa apoyada en la pared, en horizontal.
Apoya la mano izquierda en la pared y la derecha en el mueble del lavamanos para aguantar su peso. Sube en la báscula con delicadeza, como con miedo a despertarla, y poco a poco se va dejando caer encima hasta soltarse por completo de sus puntos de sujeción dispuesta a enfrentarse al veredicto: cincuenta y ocho kilos, doscientos gramos.
Se arrodilla frente al retrete y en un gesto mecánico introduce los dedos índice y corazón en la garganta hasta producirse una arcada y vomitarlo todo. Al principio llegó a tener marcas de dientes en los nudillos por sus propias mordeduras. Ahora ya no. Devolver es para ella algo espontáneo, a penas le supone esfuerzo. Su cuerpo está ya tan acostumbrado que basta con producirse la náusea inicial y el resto viene solo.
Acaba, se pone en pié y tira de la cadena.
Se lava las manos, la cara y los dientes. Se incorpora y comienza a quitarse la ropa. Primero los zapatos, luego el cinturón, después los pantalones… cuando está totalmente desnuda se examina durante un rato ante el espejo. Se le marcan los omoplatos y los huesos de la cadera. Da la vuelta y gira la cabeza por encima del hombro para verse el culo. No le gusta lo que ve.
Coge de una estantería un bote de crema anticelulítica y un guante de crin. Se extiende la crema primero en una pierna y luego en la otra. También en la tripa. A continuación coge el guante y empieza a refrotarse los muslos con movimientos circulares. Cada vez más rápido y más fuerte, descargando su rabia. Tras unos minutos, resoplando, se detiene y se observa otra vez. Tiene la piel enrojecida.
Vuelve a coger el peso y repite el ritual. De nuevo apoya primero una mano en la pared, luego la otra en el lavamanos y se deja ir despacio, hasta soltarse por completo: cincuenta y siete kilos cuatrocientos gramos.
Rompe a llorar.
Baja de la báscula y le da una patada con el pie descalzo. Se sienta en el váter y apoya la cabeza entre las manos. Pasados unos minutos se sosiega un poco.
Abre un cajón, coge unas tijeras y las observa pensativa durante un rato. Con gesto resignado coloca el pulgar e índice en los orificios y empieza a cortar, uno tras otro, los mechones de su cabellera hasta quedar completamente trasquilada. Hay pelo esparcido por todos lados. Se pasa la mano por la cabeza palpando la forma del cráneo.
Vuelve a subir a la balanza, esta vez sin ceremonia alguna: cincuenta y siete kilos trescientos cincuenta gramos.
En un gesto enérgico, la agarra y la lanza con todas sus fuerzas contra el espejo rompiéndolo en mil añicos.
Se apoya en la puerta y se va escurriendo, despacio, hasta quedar sentada en el suelo. Llora víctima de un ataque de ansiedad. Se convulsiona y no puede contenerse. Tiene los ojos hinchados y parece que le vaya a estallar la cabeza. Finalmente se seca los ojos con el dorso de la mano y permanece inmóvil durante un rato, con la mirada perdida.
De nuevo se incorpora, recoge un trozo de espejo del suelo y se mete en la bañera. Pone el tapón y abre el grifo. Con la punta más afilada se hurga en la cara interna de una muñeca hasta que consigue hacer una incisión. Cuando esta empieza a sangrar, hace lo mismo con la otra.

Cuestión de suerte

Suerte tenemos todos, la diferencia es que algunos la tienen buena y otros mala.
Yo nunca fui una chica con suerte, el día del reparto debí hacer pellas y por eso no me tocó. Que ya es mala suerte...
En cualquier caso, tengo un truco infalible para asegurarme la buena estrella siempre que la situación lo requiera: tengo un vestido verde.
Verde como el trigo verde, como el té, verde esperanza, verde como los tréboles de cuatro hojas.
Verde.
El simple hecho de encontrarlo ya fue un golpe de suerte. Entré por equivocación en una callejuela del barrio gótico y lo vi. Ahí estaba, colgado en el escaparate, rebajado al 70%, único y en mi talla. Perfecto.
Todo en él es perfecto. Su corte sencillo, el cuello redondo, la forma de la falda ligeramente acampanada, la ausencia de mangas, dos bolsillos rectos y grandes que le aportan cierto toque vintage y ese tacto cálido de la lana...
Salí de la tienda con mi precioso vestido envuelto en papel de seda y metido en una de esas bolsas que tienen cordones en lugar de asas corrientes y un lazo de raso para cerrarlas. A partir de ese preciso instante todo cambió. Ni siquiera fui consciente de ello hasta pasado un tiempo, pero desde ese momento contaba con mi particular as en la manga.

A primera hora del día siguiente tenía una entrevista de trabajo. Por esas circunstancias imprevisibles de la vida, mi despertador esa mañana no sonó. Cuando por fin abrí un ojo estuve a un tris caerme de la cama!! Apenas disponía de media hora para acicalarme y cruzar la ciudad para acudir a mi cita. Me enfrentaba a una misión imposible!
De un salto abrí el armario y me puse lo primero que tenía a mano: mi nuevo vestido verde. No había tiempo para la ducha, una ración generosa de desodorante sería suficiente. Tendría que valer. A fin de cuentas soy una señorita, no un camionero.

Arranqué la etiqueta de un mordisco y mientras hacía malabarismos por el pasillo de casa para subirme la cremallera, intentaba decidir que hacer con mi pelo para darle un aspecto mínimamente digno. Al levantar la cabeza para escupir el dentífrico me vi reflejada en el espejo. Sin más. La coleta que me había hecho con una mano mientras corría de un lado a otro en busca de mis zapatos era rematadamente genial.
De hecho, incluso los restos de rimel que cada mañana confieren a mi cara un aspecto de oso panda, esa mañana me concedían ese aspecto difuminado, de ojos sesgados que habitualmente intento lograr sin éxito durante horas ante el espejo.
Buen augurio.
Salí de casa a toda velocidad, con destino a la parada del bus y ahí estaba el 27, con sus puertas abiertas invitándome a entrar y tomar asiento. Normalmente suelo correr desesperadamente tras el autobús haciendo grotescas señales (con la sensación de ridículo que ello conlleva) para que el conductor se percate de mi presencia y se apiade de mí. Nunca funciona. Los conductores de autobús son seres sin alma.
En cualquier caso, esa mañana no. El tráfico era fluido, creo que llegué a contar hasta 12 semáforos en verde y no sé por qué extraña alineación de los planetas, apenas si hizo un par de paradas antes de llegar a la mía.
Llegué a mi cita cinco minutos antes de la hora prevista, tal y como se aconseja en los manuales del buen candidato.
Ni que decir tiene que conseguí el trabajo.

En otra ocasión me disponía a ir de fin de semana al pueblo, a casa de mis padres. Viernes tarde, maleta preparada y billete de tren comprado para evitar la cola de última hora. Al llegar a la estación bajé del taxi y al ir a pagar me di cuenta que no llevaba encima el monedero. Automáticamente mi cara enrojeció al empezar a pensar en cómo iba a decirle al taxista que no llevaba ni cinco encima. En un acto reflejo metí las manos en los bolsillos y de repente noté el tacto de un billete: 50 euros!! Créeme, yo nunca olvido dinero en los bolsillos y si lo hago, desde luego no de cincuenta. Magia.
Al entrar en la estación, oí por megafonía que anunciaban la salida inmediata. Bajé a toda prisa al andén y sin más preaviso, las puertas se cerraron en mis narices y arrancó. De nada me valió correr a toda velocidad (tanta como mis zapatos de 10cms de tacón me permitían) Ni los gestos más caricaturescos hicieron que el maquinista me esperara. Seguro que antes de conducir trenes llevaba autobuses.
Media hora después sonó mi móvil: mamá. Su voz sonaba alarmada
- Hija, dónde estás? Estás bien?
- Sí claro, esto... es que he perdido el tren.
- Gracias, a Dios! No te has enterado?
- No, qué pasa?
- Lo acabo de oír en las noticias, un coche se ha saltado un paso a nivel y el tren lo ha arroyado, ha descarrilado y hay decenas de heridos...
Llevaba puesto mi vestido verde.

Decidí ir a celebrar mi fortuna con unas amigas. Quedamos en el centro, en un pub que habían abierto un par de semanas atrás. Al abrir la puerta fué lo primero que vi.
Ahí estaba, tras la barra, sirviendo unas pintas de Guinness, ajeno por completo al revuelo que su presencia ejercía entre las féminas del local. Todo un adonis. Echamos a suertes quién iba a pedir. Piedra contra dos tijeras, gané por goleada.
Al acercarme a la barra las piernas me temblaban (aunque algo menos que la voz) y las manos me empezaron a sudar. Levantó la cabeza y al verme me lanzó una sonrisa celestial con sus dientes sublimes de anuncio de dentífrico.Tres rondas más tarde y respaldada por la confianza que el alcohol suele otorgar, anoté mi número de teléfono en el billete con el que iba a pagar y se lo di. De nuevo otra sonrisa arrebatadora.
Di media vuelta sobre mis talones y salí del garito con mis comadres a quemar la noche.
Sobre las seis de la mañana volvía a casa y al abrirse las puertas del ascensor ahí estaba él!!
De haber tomado drogas creería que estaba alucinando pero el rubor que notaba en mi cara y la alteración en el resto del cuerpo, evidenciaban que realmente aquello estaba pasando. Ni tan siquiera alcancé a decir un hola:
- Vives aquí?
- Hola a ti también. Estoy en casa de unos amigos por un tiempo, mientras encuentro algo. A qué piso vas?
- ...yoooo, al tercerooooo.
Mientras en mi cabeza pensaba “No, no vuelvas a sonreír o tendré que abalanzarme sobre ti”
Apretó el botón del sexto y tal como se volvió a girar, cogió mi cara con las dos manos y me besó. Fue el mejor beso de la historia, dulce, tierno, apasionado...
Empezamos a quitarnos la ropa a la misma velocidad que el ascensor subía. Al llegar a su piso seguimos avanzando por el pasillo en dirección a su cuarto.
Creía que íbamos a estallar de tanta excitación. Nos tumbamos en la cama ansiosos y en ese momento mi vestido cayó al suelo.
Lo que pasó a continuación... Adivina qué?
Gatillazo.